Haber presenciado un acontecimiento (un concierto, una película, una lectura de poemas) en que la vida se filtra sin ambages a través de propuestas que detienen lo voraz cotidiano es siempre una experiencia decisiva. Quienes salíamos del auditorio, lleno a rebosar, de la biblioteca “Torrente Ballester” en Salamanca el pasado 17 de febrero lo hacíamos con la sensación de ir cargados con una intensidad rediviva que ya habíamos dado por muerta o por sobrepasada. Era el concierto de Tlaloc, que conmemoraba los cincuenta años de vida del grupo al que tuve el honor de pertenecer y que, de la mano de Quini Sánchez, puso conciencia y rigor en tres obras sucesivas (“A Nazim Hikmet”, “Elegía de los hombres y las tierras de España”, “El árbol de Acteón”), a través de poemas resueltos en canciones -compuestas siempre por Quini- que aquella formación, de la que salían y entraban miembros a medida que transcurrían los años, interpretó numerosas veces entre 1974 y 1985, años de vigencia plena de Tlaloc.
Quienes vivimos con cierta conciencia aquellos años 70 del pasado siglo experimentamos entonces esa pugna entre terminaciones y novedades -o sea, entre mortajas y paños natales- que toda época convulsiva trae consigo. Y aquella lo era, desde luego. Los años finales del franquismo supusieron un traqueteo que acabaría por desordenar la percepción de las cosas en cualquier ámbito. Es lo que ocurrió también en el panorama musical, que necesitaba distinguir con seguridad lo que debía pervivir y lo que había que sepultar en el olvido. En aquella Salamanca rebosante de actividad cultural surgieron grupos que se orientaron hacia distintas vertientes en aquel maremágnum donde la tradición popular, la renovación y la llamada canción protesta buscaban ser reconocidas. Aparecieron formaciones como “Al-Ándalus”, que buscaron dignificar música ajena de todo tipo -memorable aquella versión de “La Bourrée” de Bach-, “Tronco seco”, que persistía en el purismo folklórico, y “Tlaloc”, aquel grupo singular que emprendió una tenaz resistencia contra la vulgarización musical.
Como ha escrito Víctor González Villarroel, miembro de la formación que ha perfilado en sus crónicas el itinerario del grupo mediante un rastreo cronológico inapelable, Tlaloc fue orientándose hacia una fidelidad estricta a la hora de vincular la poesía y la música a partir de textos de poetas llamados a cuestionar ese estado de insatisfacción, de carencia moral que parecía no abandonar el pulso de una parte de la sociedad española en aquel desconcierto surgido a la hora de desamueblar un país ocupado por fuerzas vivas que miraban con recelo todo lo que ocurría más allá de nuestras fronteras, en la Europa de la que nos habíamos alejado física y espiritualmente. En esos años Quini Sánchez empuña el timón y hace de Tlaloc un bastión para dar alas a una concepción de la música popular que va más allá de simples versiones y también del culto ciego a un folklore necesario de rehabilitar pero sin vuelo de riesgo.
En el concierto de hace unas semanas se concitaron muchas sensaciones que no habíamos olvidado los que estuvimos allí, casi todos en edad de haber digerido a su tiempo las canciones que, tras tantos años, iban sonando ahora de nuevo. Todos comprobamos que la estatura moral y poética del autor turco Nazim Hikmet seguía indemne; canciones como “El gigante de los ojos azules”, “Angina de pecho” o “Cárcel de Ankara” volvieron a traer el fervor por la vida que aquel poeta inculcó siempre en sus poemas, atravesados por el dolor. Asimismo, los poemas cuajados de lirismo del poeta malagueño Juan Miguel González (“Tú no me llamas”, “Si muriéramos”, “Amoroso desvelo”…) representaron la obra “El árbol de Acteón”, estrenada en los años 80; para terminar evocando el estado de desolación, cuando no de indignación, de los poetas que cantaron aquel largo viaje hacia la noche que fue la posguerra, representado en este concierto final por poemas de Ángel González, Eugenio de Nora o Carlos Sahagún entre otros.
Fue el digno colofón a una trayectoria que de algún modo sigue en pie. En el espíritu de cuantos estuvimos en el concierto volvió a sobrevolar ese modo inusual de tratar la delicadeza de la palabra hecha música sin caer en las facilidades engañosas de convertir la poesía en mercancía lírica. Conviene decirlo en este tiempo en que manos negras han usurpado esa palabra -poesía- para traficar con ella sin misericordia. Tlaloc, con Quini al frente, volvieron a dejar sentado, tantos años después pero como si hubiese sido ayer, un magisterio inapelable. En el escenario estaba una parte significativa del grupo. Pero creo que todos estábamos con ellos allí, junto al latido de las canciones. Manolo Manzano, Bernard Thiry, José Luis Sánchez, Maite Estévez, Carmen Madrid, Concha Román y David García nos representaban a todos tras la colosal, siempre discreta, presencia de Quini Sánchez. Así lo sentimos, estoy seguro, quienes salimos del concierto convencidos de que tras estos cincuenta años de Tlaloc aún se necesitan estas canciones, estos poemas como un recordatorio ineludible que nos obligó a confrontar aquel pasado con esta actualidad de la que no deberían desaparecer palabras que han de seguir invocándose: dignidad, libertad, alegría y justicia, entre otras.
TOMÁS SÁNCHEZ SANTIAGO
Dejar una contestacion